
La calle era nuestra. Nuestros horizontes se ampliaban cada vez un poco más. Al principio la calle donde vivíamos. Luego la calle de atrás. Más tarde el barranco o la "montaña", una pequeña ladera (una enorme montaña para nuestros ojos de entonces) que se encontraba a las afueras del barrio. Más tarde la ciudad, el centro. Eramos tan libres como el tiempo y los espacios nos dejaban serlo. Libres de cinco a ocho, o a nueve. Libres los sábados por la tarde. Toda la tarde. Eran horas en que marchábamos de casa para descubrir los mundos que nos esperaban, los lugares ignotos del barrio colindante. Horas enteras para nosotros solos, sin adultos a nuestra vera, sin ojos acechándonos, sin padres ni madres que nos alertaran de los peligros que nos acechaban: ¡ya nos encargábamos nosotros de afrontarlos y salir siempre victoriosos!.
Eso que hemos perdido. Los niños de hoy son niños mascota. Los sacamos al parque a que jueguen. Los llevamos a la playa y les buscamos guarderías de tarde donde realizar deportes o actividades educativas. Les compramos lo último y los llevamos a la cama por las noches. Están siempre con nosotros. Dependen todo el tiempo de nosotros.
Tengo en casa una tortuga. En un terrario - pecera. Allí está siempre, dando vueltas. Me mira. La miro. Se pone nerviosa y sé que tiene hambre. Le echo algo de comer. Me mira. Se da la vuelta y come. Hasta mañana, le digo. Me vuelve a mirar. Y me acuerdo de mis hijos.