martes, 31 de marzo de 2009

Viaje a Chequia

El Moldava. Resulta extraño pisar tierras que antes sólo habían sido imaginadas. Comprobar que más allá de los límites de mi isla, más allá del horizonte, existen otras tierras y otras personas. Es algo obvio. Pero para mí, que a penas he salido de mis barrancos y mis playas, de mi gente, de mis espacios, es toda una experiencia. Más cuando la distancia se recorre en tan poco tiempo. Casi sin tiempo a darte cuenta de que has cambiado de lugar. Casi de repente, te encuentras envuelto en otra atmósfera, rodeado de otro idioma, contemplando otros paisajes y otras ciudades, respirando otro aire, oliendo otros aromas, saboreando otras comidas...

Estuve en la República Checa. Visité el Moldava, un río hermoso. Si bien para mí, cualquier río debe serlo, porque me es inconcebible tanta agua tierra adentro. Visité Praga, una ciudad de cuento y otros pueblos y ciudades, Jince, Pribram, Nizbor, Beroun. Nunca había visto con tanta claridad el efecto de dos maneras diferentes de etender el mundo. Chequia es una tierra de contrastes. Los pueblos y ciudades que visité guardan núcleos urbanos de antes del comunismo, un urbanismo abigarrado en callejuelas, pero alegre, colorido, con casas de tejados imponentes, edificios con personalidad propia, unos altos, otros bajos. Pero también muestran el otro lado, el que llegó con el comunismo, zonas grises, ocupadas por bloques grises, fábricas grises, calles rectas, pueblos uniformados con construcciones demasiado grises para un lugar, que permanece cubierto por el frío y las nubes durante demasiado tiempo al año.

El Moldava, sin embargo, me cautivó. Allí está, discurriendo, como pensando, como observando en sus riberas qué clase de hongo crece y se reproduce que a veces corre, grita y se desboca y otras, como ahora, parece aletargarse.

Y sus gentes. El sonido de las palabras. Gente que no sonríe más allá de lo necesario. Pero que te miran de frente y te ofrecen lo que tienen.

domingo, 8 de marzo de 2009

Gota


Gota de lluvia,
en el silencio suena
y rebosa la fuente

viernes, 6 de marzo de 2009

Lomo Magullo

Aún quedan quienes trabajan la tierra. La siembran, la plantan, sacan de ella el alimento y la cuidan. Parece que ya no existieran, que son una especie en extinción. Son formas de ver el espacio. Hay quienes lo ven siempre a base de cuadrículas, líneas que se entrecruzan para generar solares. Es curioso cómo la tierra se convierte en solar, el campo en zona urbana y el paisaje natural en zonas de apartamentos. Tan sólo hay que trazar una cuadrícula en un plano, y ya está. Cuando hablo con los viejos, los que siguen labrando la tierra, todos dicen lo mismo: La tierra es la vida, la que nos da de comer. Sin tierra no hay nada. Y tienen razón. ¿De qué comeríamos si todos nos dedicáramos a colocar bloques?.

Aún quedan lugares hermosos, como este de Lomo Magullo, en Telde. Lugares donde la tierra forma parte de sus gentes y ellos la cuidan, la riegan, la siembran y la abonan. Cada casa tiene sus macetas, sus parterres llenos de flores que las visten y las aromatizan. Cada uno se ocupa de sus flores. Muchos de ellos, además, se ocupan de sus tierras que llenan de colorido los alrededores del pueblo. Hay senderos, niños que juegan a coger lisas, paredes de piedra seca, árboles a los que subirse y coger algún que otro fruto, vecinos que te conocen y te saludan o que no te conocen, pero que te saludan igual. Lugares con encanto, lugares a los que el progreso ha llegado algo más lento, como dejando respirar un poco a sus habitantes. Y que siga así por mucho tiempo.

martes, 3 de marzo de 2009

Los llanos del polvo (I)

Los llanos del polvo es un lugar tórrido y seco. Un sitio alejado de todo, donde el viento azota continuamente la poca vida que por allí se digna crecer. La tierra se reparte a medias entre un pedregal de lajas y un polvillo marrón, como una nubecilla permanente que viene y va, formando remolinos, corriendo en ráfagas o manteniéndose suspendida en el aire los pocos días en que el viento se toma su descanso y que deja su impronta en el lugar y en sus habitantes. Allí todo se diría mimetizado con la tierra.

No es una llanura en sentido estricto. Se trata de una zona castigada desde siempre por los vientos, limada a fuerza del golpeteo incesante de minúsculos fragmentos de piedra lanzados con fuerza contra la roca, resquebrajadas las coladas de lava por la acción repetida del calor diurno y el frío de la noche que, como cinceles infatigables, van abriendo y venciendo el duro basalto, partiéndolo, agrietándolo, desvastándolo. Es una tierra formada por los restos de esa batalla de millones de años. Un talud suave que recorre varios kilómetros, desde el lugar donde han quedado los restos de las primitivas coladas, formando angostos barrancos encajados en cañones de paredes verticales, hasta la costa.

Al abrigo de una pequeña hondonada, vaguada de las pocas lluvias que soporta este sitio, surgen en medio de tan inhóspito lugar, un grupo de unas veinte casas o poco más, casi invisibles a la vista. Las paredes, antes albeadas a base de cal, tienen ya el color de la tierra. Son casas pequeñas, de una o dos estancias a lo sumo. Hechas con la misma piedra del lugar. Todas mirando al sur, por resguardarse mejor del viento, que sopla las más de las veces del Norte. No hay calles entre ellas, o espacio alguno que pudiera denominarse como tal. Si acaso, algún callejón con el ancho suficiente como para que un hombre pudiera pasar por ella, siempre y cuando no fuera demasiado corpulento. Esto hace que las casas se dispongan casi en un única fila, unidas entre sí tres, cuatro, a veces cinco casas, pareciendo a lo lejos que se tratara de una sola. En el pueblo de los Llanos vive gente humilde. Labriegos, medianeros de unas tierras yermas que, a base de esfuerzo y trabajo, han conseguido hacer fértiles. Juan es uno de ellos.