Los llanos del polvo es un lugar tórrido y seco. Un sitio alejado de todo, donde el viento azota continuamente la poca vida que por allí se digna crecer. La tierra se reparte a medias entre un pedregal de lajas y un polvillo marrón, como una nubecilla permanente que viene y va, formando remolinos, corriendo en ráfagas o manteniéndose suspendida en el aire los pocos días en que el viento se toma su descanso y que deja su impronta en el lugar y en sus habitantes. Allí todo se diría mimetizado con la tierra.
No es una llanura en sentido estricto. Se trata de una zona castigada desde siempre por los vientos, limada a fuerza del golpeteo incesante de minúsculos fragmentos de piedra lanzados con fuerza contra la roca, resquebrajadas las coladas de lava por la acción repetida del calor diurno y el frío de la noche que, como cinceles infatigables, van abriendo y venciendo el duro basalto, partiéndolo, agrietándolo, desvastándolo. Es una tierra formada por los restos de esa batalla de millones de años. Un talud suave que recorre varios kilómetros, desde el lugar donde han quedado los restos de las primitivas coladas, formando angostos barrancos encajados en cañones de paredes verticales, hasta la costa.
Al abrigo de una pequeña hondonada, vaguada de las pocas lluvias que soporta este sitio, surgen en medio de tan inhóspito lugar, un grupo de unas veinte casas o poco más, casi invisibles a la vista. Las paredes, antes albeadas a base de cal, tienen ya el color de la tierra. Son casas pequeñas, de una o dos estancias a lo sumo. Hechas con la misma piedra del lugar. Todas mirando al sur, por resguardarse mejor del viento, que sopla las más de las veces del Norte. No hay calles entre ellas, o espacio alguno que pudiera denominarse como tal. Si acaso, algún callejón con el ancho suficiente como para que un hombre pudiera pasar por ella, siempre y cuando no fuera demasiado corpulento. Esto hace que las casas se dispongan casi en un única fila, unidas entre sí tres, cuatro, a veces cinco casas, pareciendo a lo lejos que se tratara de una sola. En el pueblo de los Llanos vive gente humilde. Labriegos, medianeros de unas tierras yermas que, a base de esfuerzo y trabajo, han conseguido hacer fértiles. Juan es uno de ellos.
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