
Estuve en la República Checa. Visité el Moldava, un río hermoso. Si bien para mí, cualquier río debe serlo, porque me es inconcebible tanta agua tierra adentro. Visité Praga, una ciudad de cuento y otros pueblos y ciudades, Jince, Pribram, Nizbor, Beroun. Nunca había visto con tanta claridad el efecto de dos maneras diferentes de etender el mundo. Chequia es una tierra de contrastes. Los pueblos y ciudades que visité guardan núcleos urbanos de antes del comunismo, un urbanismo abigarrado en callejuelas, pero alegre, colorido, con casas de tejados imponentes, edificios con personalidad propia, unos altos, otros bajos. Pero también muestran el otro lado, el que llegó con el comunismo, zonas grises, ocupadas por bloques grises, fábricas grises, calles rectas, pueblos uniformados con construcciones demasiado grises para un lugar, que permanece cubierto por el frío y las nubes durante demasiado tiempo al año.
El Moldava, sin embargo, me cautivó. Allí está, discurriendo, como pensando, como observando en sus riberas qué clase de hongo crece y se reproduce que a veces corre, grita y se desboca y otras, como ahora, parece aletargarse.
Y sus gentes. El sonido de las palabras. Gente que no sonríe más allá de lo necesario. Pero que te miran de frente y te ofrecen lo que tienen.