En Lántrida los niños no tienen nombre. Al nacer son sólo el hijo de alguien y cuando empiezan a andar, se les llama como a su madre si es niña, o como a su padre si es niño, pero en diminutivo. Juanita, la hija de Juana o Pedrito el hijo de Pedro. A veces ocurre que hay dos Manolitos o dos Inesitas al mismo tiempo, pero no es un problema. Los equívocos se arreglan y no pocas veces, son motivo de risas y bromas, más que de enredos o desavenencias. Lo cierto, es que nadie se bautiza de pequeño. Ni de grande tampoco, todo hay que decirlo.
Los lantridanos hacen gala de esta rareza entre los pueblos de la comarca. Son especiales o así se sienten ellos. ¿Por qué poner el nombre a una persona que aún no se lo ha merecido?. Porque el nombre, la palabra que va a formar parte de la vida de una persona, que la va a diferenciar del resto, que será su seña de identidad, la que tendrá la potestad de hacerle mirar cuando sea llamado, ha de ser no un regalo, sino una conquista.
Cuando llegué a Lántrida me desbautizaron. Echaron tierra sobre mi cabeza y me borraron el nombre. Pero como ellos no conocían a mis padres, me empezaron a decir simplemente "Sinnombre".
- Realmente, es como si fuera un nombre - me dijeron -, un nombre en negativo, un no nombre pero que te nombra. Es provisional, hasta que te ganes uno.
Lo cierto, es que me sentí más ligero, como liberado de un peso que no sabía que tenía. Justo encima de la cabeza, por encima de cada oreja, sentí como si una fuente de calor surgiera y saliera una especie de vapor que me liberara de las cosas que yo no era, de las que con el nombre me fueron llegando.
Y comencé a vivir para ganarme un nombre.
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