En su cabeza solo tenía el amor. La locura de la juventud que nos envuelve y nos hace dueños del mundo. Cometió el error de creer en quien le decía que la quería. Un error que acabó con una vida y que le supuso la cárcel.
Tenía el gen que hace de las mujeres los seres más fuertes de este mundo: el del sacrificio. Le pidieron que cogiera las riendas del destino, que se bebiera de un sorbo toda la culpa, y por él lo hizo.
Luego solo tuvo que llegar el verdugo en forma de Estado. La pena de muerte aplicada de una forma cobarde, más vil aún si cabe. Sin aviso. Por sorpresa. Sin posibilidad de defensa. El asesinato, éste sí, a conciencia y sin ser castigado. ¿Cómo condenar a muerte a un Estado que mata a una persona acusada de homicidio?. ¿Cómo es posible que una muerte no sea culpable de otra muerte, sin que la secuencia no termine nunca?.
Delara Darabi es un nombre que ya no tiene cuerpo. Éste, su cuerpo, quedó colgado de la soga en un asesinato público el pasado 1 de mayo.
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