El Roque Grande me vio pasar junto a él hace ya algunos años. Desde entonces, le profeso una gran admiración y un profundo respeto. Es una garganta de fuego petrificada, el resto pétreo de una chimenea volcánica, la señal que dejó un antiguo volcán de mi tierra. Lo veo como un dios perfecto. Un lugar donde acudir. Un sitio mágico.
Hace poco pasé cerca y no puede evitar el pararme un segundo para mirarlo de nuevo, esta vez enramado como nunca de primavera, con ese azul veteado de nubes, engalanado, como los tronos de santos de la Semana Santa. Aquí no hay tambores que redoblen, no hay lutos ni capirotes, ni imágenes de sacrificios, nazarenos, vírgenes dolientes, cruces... No hay cánticos más allá de pájaros y vientos. Pero está mi verdadero credo, mi emoción, mi sentimiento más religioso. Todo ha renacido. No ha hecho falta rezos ni adoraciones. Ha vuelto la retama, siguen el pinar y Roque Grande, el cielo ha amanecido luminoso. La luz penetra la atmósfera límpida y acrecienta los colores. Todo está. Hubo muerte y resurrección ante nuestros ojos. Siempre la hay. No es necesario ese Cristo. Tengo mi Roque Grande. Siempre.
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