El mar ha abierto un hueco en el acantilado, cerca de la playa, como si de un vientre abierto al océano se tratase. Es un espacio al que se puede acceder solamente cuando la marea esta baja. Justo cuando la atracción de la luna es menor sobre este lado de la Tierra. Día tras día, durante años, durante siglos, durante milenios, millones de años, el mar ha ido azotando el lugar; lamiéndolo a veces con delicadeza, mordiendo con furia otras veces. Ha ido a buscar el lugar exacto donde cincelar el hueco a la isla, horadando incansable, extrayendo los finos granos de la roca, ahora convertida en arena. Ha dibujado un perfil de dos labios retorcidos, dos inmensos labios verticales, ahuecando la matriz donde penetrar repetidamente, interminablemente, al ritmo implacable de las olas. El océano y la isla, el mar y la roca.
Yo he estado dentro. Dentro se siente uno como en el útero pétreo de la isla. Me siento cobijado, seguro, insignificante, vulnerable. Oigo los latidos rítmicos de la roca, o los imagino. Escucho el flujo eterno de las olas, sus acometidas, sus retiradas, ahora suaves y delicadas, rozando a penas los bordes abiertos de los labios rocosos. Los puedo entonces imaginar en el frenético instante de las embestidas oceánicas. Cuando el mar embrabecido, excitado, arremete con furia una y otra vez, una y otra vez, llenando el hueco con un fluido blanco de espuma y sal, ocupando todo el espacio, retrocediendo solo para buscar un nuevo empuje de olas que se adentre con toda la fuerza del mar y la cubra.
Pero hoy, el mar llega despacio. El sonido brutal de la ola se ha transformado en casi un gemido suave y delicado, un arrullo mantenido, una efervescencia lenta y acompasada, ribetes que apenas llegan y se vuelven al ritmo de un ocáno tranquilo.
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