sábado, 28 de agosto de 2010

¿Cómo escapan los otros de las bombas?

Amanece. La hierba retiene gotas del rocío. Un milagro diario que se condensa en esferas perfectas, mundos de agua sobre la superficie verde de las hojas. Un suspiro de aire transformado en gota, líquido aparecido de la brisa.
Me acerco y succiono. Noto la tensión superficial del agua. Como una pared blanda y a la vez fuerte. La gota se abomba, parece escurrirse, huir de mis ansias de beber, hasta que consigo romper su pared resbaladiza... y bebo.

Una gota pende alargada de la punta de otra hoja. Tiembla indecisa. No sabe si esperar a ser absorbida por el sol que se levanta, o caer y hundirse en la tierra. Si volver al aire o dejarse llevar por la gravedad que la llama. Un estruendo lejano la hace caer. Me escondo. El mundo vuelve a vomitar ruidos y explosiones. Llegan de lejos, pero se acercan muy deprisa. Caen del cielo, haciendo temblar todo, quemando a su alrededor lo que encuentran. Dejan cráteres inmensos donde antes había vida, aniquilando millones de seres con cada una de sus cargas. Matando.

Ya no quedan gotas de rocío. Un nuevo golpe cercano, seco, duro. Sólo que esta vez no mata. Me acerco y subo, pared arriba, por el despojo caído. Siento el calor que exhala y su quietud. Unos ojos perdidos me observan, o miran al cielo, o a la nada. La boca abierta pronuncia silencios. De la punta de sus dedos, cuelga una gota alargada, escarcha roja que tiembla por el eco de otro estruendo lejano. No. Aquí no hay rocío. Me vuelvo a mi planta.

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