En la calle todos lo conocían por "el dientes", mote que se había ganado a pulso cuando, siendo un chinijo, quiso hacer creer a sus convecinos, que su dentadura era más fuerte que las piedras. En aquella ocasión, mientras los chiquillos del barrio lo jaleaban con verdadero entusiasmo, Aniceto comprendió que es más fácil hacer una apuesta que luego cumplirla. Sin embargo, de él podría decirse cualquier cosa, pero nunca se diría que fuera un cobarde.
Mientras se dirigía hacia el lugar donde debía cumplir su desafío, los chiquillos gritaban y reían, todos en una jarana festiva, convencidos de la imposibilidad de que Aniceto llevase a término semejante locura. Los niños, ya se sabe, no tienen graduado el sentido de la realidad. Viven en un mundo irreflexivo, fronterizo entre lo posible y lo imposible. Al llegar, lo vieron agacharse y coger una de las piedras que jalonaban el camino hacia la plaza del pueblo. Y aún así siguieron gritando, felices de ver el juego donde Aniceto acabaría, seguro, por hacer alguna jugarreta a las que los tenia acostumbrados, o simplemente salir corriendo de vergüenza.
"La palabra de un hombre ha de ser solo una", había siempre escuchado decir a su padre. Aniceto dejó caer la piedra al suelo y miró fijamente a toda la chiquillería que se había congregado a su alrededor, ahora enmudecida. De su boca, manaba un reguero de sangre caliente que escupió, junto con los dos dientes superiores, al suelo. Desde entonces, Aniceto, el dientes, ha sido un personaje especial en el pueblo. Para algunos, un pobre loco que nunca supo medir bien donde empieza y donde acaba la realidad. Para otros, simplemente, una persona diferente.
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