Los riscos de Tirma siguen ahí. Enfrentados al mar, surgiendo de él, elevándose de golpe hasta alcanzar el frío y las nubes. Mil metros de acantilados casi verticales, una muralla que defiende a la isla de quienes llegan del Norte.
Mi tierra dio cobijo, antes que a nosotros, a un pueblo perdido: los canarios. Fue un pueblo diezmado por nuestros antecesores, un pueblo que llegó a estas islas no se sabe bien desde cuando y nadie sabe cómo. Un pueblo que desapareció cuando el genocidio no sobrepasaba las fronteras de los vencidos, y sin que a nadie le importara el cómo. Nos dejaron algunas cosas, entre ellas unos pocos nombres, como el de Tirma, los riscos que les perduran. Y un grito terrible: ¡Atis Tirma!, que lanzaron algunos que quisieron sentir el abrazo de su tierra antes que la esclavitud que les ofrecía el conquistador.
Hoy miro estos riscos, los mismos que aquellos anduvieron, los mismos que recogieron sus restos y sus angustiosos gritos de despedida. Y no puedo por menos que sentir un pequeño ahogo, una sensación de grandeza y la atemporalidad de un sentimiento universal: el de pertenecer, como cualquiera, a este mundo.
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