A Blas, parece que se le iba bastante la mano con su mujer. Era un hombre rudo, dominante. Le gustaba hablar siempre alto, para que todo el mundo le oyera. Cuando entraba todas las mañanas al bar de Severiano, la gente se apartaba para dejarle paso. Él entraba siempre con un "¿Cómo anda la gente?", que se oía en cada rincón del bar y hasta en la acera de enfrente. La gente no solía contestar o, simplemente, le respondía con un murmullo bajo y seco, que no pretendía ser saludo, pero que intentaba evitar el silencio molesto y tenso del momento. Allí comenzaba el día de Blas y el calvario de su mujer. Cada vaso de whisky era una bala en la recámara para después, cada cerveza de más, era un acercamiento al punto exacto en que dejaba de ser hombre, para convertirse en un ser extraño, en un monstruo devorador de la felicidad que hubo alguna vez en su hogar.
Inocencia reconocía el ruido exacto de las llaves en la cerradura. El tintineo tembloroso que presagiaba la tormenta, sonaba con demasiada claridad en sus oídos atemorizados. Eran momentos en que todo a su alrededor dejaba de existir. El mundo se tomaba un respiro y se paraba. Nada se escuchaba, excepto la cerradura cediendo. Todo callaba, excepto el leve crujir de la puerta que se abría y creaba una leve corriente de aire, suficiente parar hacer balancearse las hojas del calendario de la cocina, donde Inocencia anotaba diariamente, cuidadosamente, cada golpe recibido, cada insulto proferido por Blas, cada amenaza y cada grito.
Sus ojos se cerraron al mismo tiempo en que escuchó el golpe de la puerta al cerrase con violencia. Al mismo tiempo en que el almanaque cayó al suelo, vencido por la succión terrible del aire vaciado de la cocina, que escapaba hacia el salón y que, con la puerta, salía hacia la escalera, sus manos comenzaron a temblar. Miró el almanaque en el suelo. Unos ojos hermosos, pero terriblemente dolientes, la miraron. La mirada del cristo agonizante que ilustraba el mes de febrero, el mes donde había escrito: "Hoy me has pegado dos veces y gritado miles". Entonces entendió.
Tomó aire, se dio la vuelta y siguió con lo que estaba haciendo. Cogió la sartén y empezó a calentar el aceite para freír las papas que había pelado para la comida. Lentamente, el aceite comezó a perder consistencia por el calor. Inocencia oía cómo se acercaba el monstruo, escuchaba el jadeo incesante de su respiración, el paso cansino y pesado de su voluminoso cuerpo. Escuchó caer las llaves sobre la cómoda de la entrada, el arrastrar de los zapatos dirigiéndose, como cada día, hacia ella, hacia su presa. De reojo volvió a mirar la imagen de su fe, tirada en el suelo, y cerró los ojos. Blas se acercó a ella, torpe, tambaleante. La cogió con fuerza del brazo y la hizo girarse.
Inocencia no soltó la sartén. Giró con más velocidad y fuerza de la que había imprimido el brazo de su marido, que notó desconcertado la falta de resistencia. Acto seguido, un calor intenso recorrió el torso y el brazo levantado de Blas. Cayó al suelo envuelto en gritos de desesperación, con los ojos aterrorizados y un gesto contraído y deformado por una mezcla amarga de sensaciones de incredulidad, temor y dolor. Inocencia lo miraba, impasible, relajada, con la sartén aún en la mano. Con cuidado, se agachó para recoger el calendario y lo colgó en su sitio. Mientras escuchaba los gemidos de su marido en el suelo, pasó las hojas del calendario hasta la fecha en la que se encontraba y escribió: "Más nunca".
Blas volvió al cabo de los meses al bar de Severiano. Cuando llegó, entró en silencio y se sentó en una mesa. Pidió una cerveza y la tuvo allí, delante suyo, todo el tiempo. La miraba en silencio, mientras su mano, marcada por las quemaduras, le daba vueltas y más vueltas. Cuando salió, sin haber tomado un trago de la cerveza, alguien comentó: - ¡Allá va Blas, el frito!.
No hay comentarios:
Publicar un comentario