Era niño. Un niño precioso. O así decía su madre, porque la verdad, sólo a las madres les parecen bonitos los niños recién nacidos. Era grande para haber comenzado a respirar hacía tan poco tiempo. Llegó como todos llegamos a este mundo, desnudo, tiritando de frío, pero no lloró. Su madre, una vez lo hubieron limpiado y se lo pusieron encima de su aun abultado vientre, lo acunó y le cantó una canción antigua, una vieja nana que ella recordaba de su madre y que le había llegado desde muy atrás en el tiempo. Y se durmió.
Juanito creció en una casa nueva. Cuando nació, sus padres estrenaron casa, estrenaron coche, estrenaron barrio, muebles... Decían que Juan era para ellos como un mundo nuevo y que, por eso, todo tenía que ser nuevo. Así que Juan creció en ese mundo nuevo que sus padres soñaron para él. Nada podía estar estropeado, nada podía estar arrugado, roto o demasiado usado. Los juguetes, una vez estrenados, quedaban encerrados en un cuarto, donde se iban acumulando año tras año. Jugaba con ellos el primer día. Luego ya eran viejos para él. Cada semana estrenaba ropa. Cada día estrenaba cepillo de dientes, peine y hasta gafas, cuando comenzó a necesitarlas.
Lo mismo hizo con sus amigos. Hasta que se quedó sin ninguno. Luego empezó a sentir cómo todo lo que le rodeaba quedaba marcado en seguida por el tiempo, que las cosas se gastaban, que el uso hacía arrugas, que lo que ocurría en su entorno le aburría siempre, pues ya lo había visto, oído o tocado antes. ¿Dónde estaba esa emoción de descubrir lo nuevo, de abrir paquetes, de sentir la fuerza del primer coche, del primer abrazo, del primer beso..?.
Según iba creciendo, Juanito empezaba a sentirse cada vez más solo. En su casa todo seguía siendo igual. Mejor dicho, novedosamente igual. Muebles nuevos cada mes. Ropa nueva cada semana. Cepillo de dientes nuevo cada día. Amigos... No, los amigos ya no necesitaba cambiarlos. Ni a sus padres, que por definición, ya no podían ser nuevos. Ni a él mismo. ¿Qué pasaba con él?, ¿seguía siendo el mismo?, ¿había cambiado?, ¿se hacía más viejo?... Al principio probaba a cambiar de peinado, a cambiar de gafas, a dejarse barba, a dejarse chiva, a raparse... Al final optó por quitar todos los espejos de la casa.
Todos los días, Juanito escuchaba música antes de dormir. Siempre una canción nueva. Siempre una pieza nueva. Nunca repetía, nunca escuchaba dos veces la misma música. No era su intención el aprenderse la melodía. Sólo quería que el sonido que le llegase, fuera siempre nuevo. Y así se dormía.
Cada semana, bajaba a la tienda de discos del barrio, a comprar nuevos discos. Necesitaba escuchar música para dormir. Aquel día compró un disco que acababa de llegar. Eran canciones populares antiguas, aunque para él eran nuevas. Era eso lo que importaba. Subió a su casa con cierta sensación de euforia. Se deleitó abriendo el disco, escuchando el crujido del plástico que lo envolvía. Abrió las tapas y sacó el libreto primero, que hacía de portada al disco compacto. Lo abrió y respiró el perfume a papel y pegamento, a tinta nueva. Abrió cuidadosamente cada una de las páginas, para oler el perfume a nuevo. A veces, algunas páginas venían pegadas, quizás por haberse guardado con la tinta aún sin secarse del todo. Abrirlas le proporcionaba un placer especial. Ofrecían una cierta resistencia que, una vez vencida, cedían con un crujido característico que le fascinaba. Era como si ese lugar, esas páginas, hubieran sido guardadas expresamente para él. Como abrir un sitio prohibido, o probar la virginidad de una muchacha núbil y hermosa. Era una sensación excitante, cercana al orgasmo. Sacó con cuidado el CD, lo colocó en la bandeja del aparato de música y apretó el botón que lo llevaría a su interior. Después de unos segundos que Juan aprovechó para acomodarse y cerrar los ojos, comenzó a sonar la música.
En la habitación solitaria, el sonido de una nana antigua le llegó a sus oídos. Una canción que, por primera vez, creyó reconocer. Una cadencia de notas sencillas, subía y bajaba, lo mecía en un recuerdo vago, en un lugar ahora extraño y lejano. Le llegaron aromas a leche y a madre. Le llegaron sonidos y latidos, palabras, caricias, unos ojos enormes, pechos goteando la savia dulce de la vida...
Quiso abrir los ojos y salir huyendo, pero no pudo. Comenzó a tener recuerdos. A reconocer lo que le rodeaba. Empezó a sentir que todo, por muy nuevo que fuera, ya había formado antes parte de su vida. La habitación donde todos sus juguetes de niño quedaron sepultados, se abrió repentinamente y un mar de muñecos, cochecitos, tambores, peluches,... desbordó la casa y cayeron, escaleras abajo, hasta la calle, donde pudieron recibir tras muchos años, la luz y el aire... y el abrazo espontáneo de los niños que jugaban en la acera. Juan los vio jugar, correr, reír... y supo que era su infancia la que iba calle abajo corriendo en brazos de desconocidos.
Comenzó a sentir de golpe todo el tiempo que había querido evitar y se sintió pesado. Lentamente, la nana fue bajando en intensidad, fue desdibujándose en un silencio oscuro. Quedó solo, con los últimos ecos de la música resonándole en su cabeza. Miró a su alrededor, buscó alguna presencia, alguien que le explicara qué le sucedía, pero no encontró a nadie. Buscó un lugar donde mirarse y preguntarse a sí mismo, pero no habían espejos en la casa que reflejaran su desesperación. Se asomó a la ventana y vio la luz que no era capaz de atravesar el muro de soledades en que vivía. Y supo que su juventud había quedado allí esperándole todo el tiempo.
Juan se levantó enormemente cansado. Había soñado mucho. Tenía esa sensación que a veces le quedaba, cuando tenía sueños pesados. Como cuando soñaba que le perseguían, y se levantaba sudando y dolorido, como si la huida soñada hubiese sido real. En la semipenumbra de la habitación, se sorprendió al ver la puerta de los juguetes abierta... y la habitación vacía. Decidió bajar al estanco, a comprar un cepillo de dientes nuevo. Anduvo la distancia que le separaba de la puerta a tientas. ¡Estaba todo tan oscuro! ¿Cuánto habría dormido para ser ya tan de noche?. Abrió la puerta y salió a la calle. Aún dolorido y tembloroso, comprobó que afuera era de día, que hacía sol y que era una tarde hermosa. Desconcertado anduvo calle abajo, hasta llegar al lugar donde todos los días compraba su cepillo de dientes, al estanco de Margarita, la única persona con la que mantenía un trato regular desde hacía ya muchos años. Se sorprendió al encontrarla desmejorada, algo cansada y... ¡vieja!. El la recordaba como una chica cercana a los treinta, aun joven y atractiva, algo llenita pero muy hermosa. Debían tener más o menos la misma edad. Ella lo miró con un cierto aire de condescendencia, con una sonrisa franca y tierna. Juan quiso hablar y su voz surgió débil y temblorosa. Calló. Margarita se revolvió en su estanco, y empezó a buscar algo. Al poco, apareció de nuevo con un objeto entre sus manos, que le ofreció. Juan lo cogió y lo miró. Era un espejo y en él, reflejado, un anciano que se le asemejaba al último reflejo que vio de sí mismo hace... Y supo que en cada espejo que ocultó, había quedado atrapada su vida. Miró de nuevo a Margarita y la vio sonreír.
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