A Blas, parece que se le iba bastante la mano con su mujer. Era un hombre rudo, dominante. Le gustaba hablar siempre alto, para que todo el mundo le oyera. Cuando entraba todas las mañanas al bar de Severiano, la gente se apartaba para dejarle paso. Él entraba siempre con un "¿Cómo anda la gente?", que se oía en cada rincón del bar y hasta en la acera de enfrente. La gente no solía contestar o, simplemente, le respondía con un murmullo bajo y seco, que no pretendía ser saludo, pero que intentaba evitar el silencio molesto y tenso del momento. Allí comenzaba el día de Blas y el calvario de su mujer. Cada vaso de whisky era una bala en la recámara para después, cada cerveza de más, era un acercamiento al punto exacto en que dejaba de ser hombre, para convertirse en un ser extraño, en un monstruo devorador de la felicidad que hubo alguna vez en su hogar.
Inocencia reconocía el ruido exacto de las llaves en la cerradura. El tintineo tembloroso que presagiaba la tormenta, sonaba con demasiada claridad en sus oídos atemorizados. Eran momentos en que todo a su alrededor dejaba de existir. El mundo se tomaba un respiro y se paraba. Nada se escuchaba, excepto la cerradura cediendo. Todo callaba, excepto el leve crujir de la puerta que se abría y creaba una leve corriente de aire, suficiente parar hacer balancearse las hojas del calendario de la cocina, donde Inocencia anotaba diariamente, cuidadosamente, cada golpe recibido, cada insulto proferido por Blas, cada amenaza y cada grito.
Sus ojos se cerraron al mismo tiempo en que escuchó el golpe de la puerta al cerrase con violencia. Al mismo tiempo en que el almanaque cayó al suelo, vencido por la succión terrible del aire vaciado de la cocina, que escapaba hacia el salón y que, con la puerta, salía hacia la escalera, sus manos comenzaron a temblar. Miró el almanaque en el suelo. Unos ojos hermosos, pero terriblemente dolientes, la miraron. La mirada del cristo agonizante que ilustraba el mes de febrero, el mes donde había escrito: "Hoy me has pegado dos veces y gritado miles". Entonces entendió.
Tomó aire, se dio la vuelta y siguió con lo que estaba haciendo. Cogió la sartén y empezó a calentar el aceite para freír las papas que había pelado para la comida. Lentamente, el aceite comezó a perder consistencia por el calor. Inocencia oía cómo se acercaba el monstruo, escuchaba el jadeo incesante de su respiración, el paso cansino y pesado de su voluminoso cuerpo. Escuchó caer las llaves sobre la cómoda de la entrada, el arrastrar de los zapatos dirigiéndose, como cada día, hacia ella, hacia su presa. De reojo volvió a mirar la imagen de su fe, tirada en el suelo, y cerró los ojos. Blas se acercó a ella, torpe, tambaleante. La cogió con fuerza del brazo y la hizo girarse.
Inocencia no soltó la sartén. Giró con más velocidad y fuerza de la que había imprimido el brazo de su marido, que notó desconcertado la falta de resistencia. Acto seguido, un calor intenso recorrió el torso y el brazo levantado de Blas. Cayó al suelo envuelto en gritos de desesperación, con los ojos aterrorizados y un gesto contraído y deformado por una mezcla amarga de sensaciones de incredulidad, temor y dolor. Inocencia lo miraba, impasible, relajada, con la sartén aún en la mano. Con cuidado, se agachó para recoger el calendario y lo colgó en su sitio. Mientras escuchaba los gemidos de su marido en el suelo, pasó las hojas del calendario hasta la fecha en la que se encontraba y escribió: "Más nunca".
Blas volvió al cabo de los meses al bar de Severiano. Cuando llegó, entró en silencio y se sentó en una mesa. Pidió una cerveza y la tuvo allí, delante suyo, todo el tiempo. La miraba en silencio, mientras su mano, marcada por las quemaduras, le daba vueltas y más vueltas. Cuando salió, sin haber tomado un trago de la cerveza, alguien comentó: - ¡Allá va Blas, el frito!.
miércoles, 28 de enero de 2009
sábado, 24 de enero de 2009
Soy la tierra y su contorno
Me llegó en invierno,
leve, como si no quisiera pesar,
como la flor del almendro,
como el olvido.
Se acercó caminando
entre hojas perdidas,
descalza, tendida la mano
y granada la boca
de nubes, de vientos, de frío.
Sentí sus labios
derramarse en los míos,
volverse líquido
y buscar como arroyo
el camino incierto
hacia el contorno claro
de la piel renacida.
Hizo lagos
en las palmas de mis manos,
hizo ríos,
torrentes,
cascadas...
¡Quedé dormido!
jueves, 22 de enero de 2009
¿Recuerdas la fotografía analógica?
Recuerdo cuando me regalaron mi primera cámara reflex. Una Pentax analógica, por supuesto, porque en aquel tiempo lo "digital" sólo tenía que ver con los dedos. En aquel entonces, hacer fotografía, era todo un misterio. Salías un día con tu cámara de fotos, buscabas cuidadosamente los motivos que querías fotografiar, seleccionabas el mejor encuadre, ajustabas diafragma y velocidad teniendo en cuenta la luz, la profundidad de campo, el enfoque... Cuando ya todo estaba medido, cogías aire, agarrabas con firmeza la cámara con el fin de evitar el más mínimo movimiento, contenías la respiración y disparabas. Eran disparos de luz, capturadores del instante que quedaba guardado en el interior de tu cámara. A partir de entonces, sólo quedaba esperar. Sí, había que esperar el revelado, el momento mágico en que los líquidos conseguían sacar de un papel blanco, la imagen que habías buscado, seleccionado, encuadrado, medido y capturado.
Salías al mundo con tu carrete de veinticuatro fotografías, a veces de treinta y seis. No valía cualquier foto. No valía disparar a lo primero que se nos ponía por delante. No valía repetir y repetir siempre las mismas tomas.
Sí, es verdad, ahora es mucho más sencillo, más inmediato. Tienes el resultado al momento, puedes seleccionar de todas las que haces, la mejor. Ya no hay que esperar a ver cómo ha salido, Si se quemó, si se desenfocó o si el encuadre no fue lo suficientemente bueno y sugerente. Ahora miras, disparas y ves. Ya no queda la intriga. La espera. Cosas del progreso.
Salías al mundo con tu carrete de veinticuatro fotografías, a veces de treinta y seis. No valía cualquier foto. No valía disparar a lo primero que se nos ponía por delante. No valía repetir y repetir siempre las mismas tomas.
Sí, es verdad, ahora es mucho más sencillo, más inmediato. Tienes el resultado al momento, puedes seleccionar de todas las que haces, la mejor. Ya no hay que esperar a ver cómo ha salido, Si se quemó, si se desenfocó o si el encuadre no fue lo suficientemente bueno y sugerente. Ahora miras, disparas y ves. Ya no queda la intriga. La espera. Cosas del progreso.
miércoles, 21 de enero de 2009
Gotitas de lluvia para Paula
Estos días ha llovido en mi isla. Aquí bendecimos siempre la lluvia, aunque ahora esté de moda eso de decir que el tiempo está malo cuando llueve. Mi isla no lo cree así. Ella depende de la lluvia. Ya no le queda mucha agua de la que corre por los barrancos. Así que suele estar mustia, como fatigada, desnuda. Ahora no lo está. Se la nota alegre, viva, renaciendo, verde. Ha llovido y lo ha hecho como si alguien estuviera regando su jardín.
Es una bendición esto de la lluvia. Una alegría. Y parece que en ello tiene mucho que ver el abuelo de Paula. Porque, sepan ustedes que, según ella, las gotas caen del cielo y están allí porque Don Alfonso, su abuelo, allí las puso. Un gran abuelo el de Paula, y un señor muy importante. ¡A ver si sigue poniendo gotitas de lluvia en el cielo, para que luego caigan suaves, poco a poco, y mojen la tierra, y haga charcos donde su nieta pueda jugar a saltar y salpicarme!.
jueves, 15 de enero de 2009
Nubes de nieve
Nayara sigue obsesionada con las nubes. En su mente de niña, trata de darles forma, de imaginarse su sabor y su tacto. Su último descubrimiento ha sido revelador: "La nieve, son trocitos de nube"
Y yo me imagino una nube grande, llegando desde el horizonte, cansada de volar, de ser arrastrada por los vientos hasta que logra asirse a un pedazo de tierra. Y allí se queda, ahora transformada en nieve.
Pero es sólo una nube que descansa. Una nube caída del cielo. ¿Y los esquiadores?, ¿sabrán que se deslizan a lomos de nubes caídas?. Habrá que contarles esto que ha descubierto Nayara. Puede ser importante para ellos. A lo mejor, comienzan a sentir que es posible esquiar por el cielo y, quien sabe, puede que hasta nos encontremos a alguno cruzando los océanos, montado en sus esquíes, subiendo y bajando montañas de nubes.
En mi tierra, la verdad, pocas son las veces en que las nubes deciden descansar en forma de nieve. Cuando lo hagan la próxima vez, iré corriendo a verlas, a tocarlas, a saborearlas, por haber tenido entre mis manos nubes de verdad.
Y yo me imagino una nube grande, llegando desde el horizonte, cansada de volar, de ser arrastrada por los vientos hasta que logra asirse a un pedazo de tierra. Y allí se queda, ahora transformada en nieve.
Pero es sólo una nube que descansa. Una nube caída del cielo. ¿Y los esquiadores?, ¿sabrán que se deslizan a lomos de nubes caídas?. Habrá que contarles esto que ha descubierto Nayara. Puede ser importante para ellos. A lo mejor, comienzan a sentir que es posible esquiar por el cielo y, quien sabe, puede que hasta nos encontremos a alguno cruzando los océanos, montado en sus esquíes, subiendo y bajando montañas de nubes.
En mi tierra, la verdad, pocas son las veces en que las nubes deciden descansar en forma de nieve. Cuando lo hagan la próxima vez, iré corriendo a verlas, a tocarlas, a saborearlas, por haber tenido entre mis manos nubes de verdad.
miércoles, 14 de enero de 2009
Un pedacito de vida
En un mundo paralelo al nuestro, ajeno a las emociones, depredador y presa escriben una historia única. No hay gestos. No puede haberlos. No están pensados sus cuerpos para eso. Es un acto puro. Una actuación exacta y medida. Limpia.
La vida se fagocita a sí misma. Y muda de lugar. El mero acto de alimentarse, de absorber el pedacito de vida de otro ser, no es mas que un traspaso, una mudanza, un intercambio del impulso vital repartido en millones de seres de la tierra.
En este juego, hay tres perspectivas: la de la araña, que envuelve celosamente al insecto en su tela. La del insecto, que siente el poder inmenso que lo atrapa. La del que observa la avidez de la araña y el infortunio del insecto.
La vida se fagocita a sí misma. Y muda de lugar. El mero acto de alimentarse, de absorber el pedacito de vida de otro ser, no es mas que un traspaso, una mudanza, un intercambio del impulso vital repartido en millones de seres de la tierra.
En este juego, hay tres perspectivas: la de la araña, que envuelve celosamente al insecto en su tela. La del insecto, que siente el poder inmenso que lo atrapa. La del que observa la avidez de la araña y el infortunio del insecto.
martes, 13 de enero de 2009
Nubes estropeadas
Nayara es una niña de tres años. Cuando la miras, tus ojos se llenan inevitablemente de una sonrisa amplia, generosa, íntegra como sólo puede ser la sonrisa de la infancia. Habla aún a media lengua, esa media lengua que pronto perderá y que en ella, tiene un tono dulce y melodioso, regalo para los oídos de los adultos, cansados ya de la monodia uniformada de las voces que nos rodean.
Hoy, mientras la acompañaba hasta la guagua, Nayara me miró. Señaló al cielo y, muy seria y digna ella, me dice: - "¡ las nubes están estropeadas! ¡El sol las estropeó!".
Una nueva lección recibida. Aún en lo "estropeado", podemos encontrar la belleza.
domingo, 11 de enero de 2009
Porcentajes
¿Qué pasaría si cada día, al despertarnos, nada de lo que hubiésemos vivido hasta entonces nos valiera?, ¿si cada día tuviéramos que comenzar a vivir de nuevo, desde cero, pero con la obligación de llegar siempre más lejos que el día anterior?. ¿Qué oucurriría si cada noche hiciésemos recuento de las palabras dichas, de las promesas hechas, de los kilómetros recorridos...?
El primer día tuviste un encuentro con un amigo, diste cinco abrazos y discutiste tres veces. Además caminaste cinco kilómetros. Mañana, debes mejorar. Un 3% más. ¿Y pasado?, pasado otro 3 % sobre el 3 % anterior. Además podemos hacer que se acumule, lo que supondría un 3% sobre el 3 % del día anterior, más el 3% de ese día. Algo más del 6 %...
Acumular, tener beneficios, medir el avance por el beneficio neto. Si un año tengo menos beneficios que el anterior, despido empleados, no doy créditos, cierro oficinas. No tengo pérdidas. Es que ya no gano tanto como antes. Es el mercado. La crisis.
Hay dos mundos, tres y hasta cuatro. Unos dependen de otros y todos, del primero. Arriba debe haber alguien que suda y duerme como los demás mortales. Solo que cuando se levanta, tiene que ganar más que el día anterior. A costa de lo que sea.
El primer día tuviste un encuentro con un amigo, diste cinco abrazos y discutiste tres veces. Además caminaste cinco kilómetros. Mañana, debes mejorar. Un 3% más. ¿Y pasado?, pasado otro 3 % sobre el 3 % anterior. Además podemos hacer que se acumule, lo que supondría un 3% sobre el 3 % del día anterior, más el 3% de ese día. Algo más del 6 %...
Acumular, tener beneficios, medir el avance por el beneficio neto. Si un año tengo menos beneficios que el anterior, despido empleados, no doy créditos, cierro oficinas. No tengo pérdidas. Es que ya no gano tanto como antes. Es el mercado. La crisis.
Hay dos mundos, tres y hasta cuatro. Unos dependen de otros y todos, del primero. Arriba debe haber alguien que suda y duerme como los demás mortales. Solo que cuando se levanta, tiene que ganar más que el día anterior. A costa de lo que sea.
martes, 6 de enero de 2009
Juan Verde
Era niño. Un niño precioso. O así decía su madre, porque la verdad, sólo a las madres les parecen bonitos los niños recién nacidos. Era grande para haber comenzado a respirar hacía tan poco tiempo. Llegó como todos llegamos a este mundo, desnudo, tiritando de frío, pero no lloró. Su madre, una vez lo hubieron limpiado y se lo pusieron encima de su aun abultado vientre, lo acunó y le cantó una canción antigua, una vieja nana que ella recordaba de su madre y que le había llegado desde muy atrás en el tiempo. Y se durmió.
Juanito creció en una casa nueva. Cuando nació, sus padres estrenaron casa, estrenaron coche, estrenaron barrio, muebles... Decían que Juan era para ellos como un mundo nuevo y que, por eso, todo tenía que ser nuevo. Así que Juan creció en ese mundo nuevo que sus padres soñaron para él. Nada podía estar estropeado, nada podía estar arrugado, roto o demasiado usado. Los juguetes, una vez estrenados, quedaban encerrados en un cuarto, donde se iban acumulando año tras año. Jugaba con ellos el primer día. Luego ya eran viejos para él. Cada semana estrenaba ropa. Cada día estrenaba cepillo de dientes, peine y hasta gafas, cuando comenzó a necesitarlas.
Lo mismo hizo con sus amigos. Hasta que se quedó sin ninguno. Luego empezó a sentir cómo todo lo que le rodeaba quedaba marcado en seguida por el tiempo, que las cosas se gastaban, que el uso hacía arrugas, que lo que ocurría en su entorno le aburría siempre, pues ya lo había visto, oído o tocado antes. ¿Dónde estaba esa emoción de descubrir lo nuevo, de abrir paquetes, de sentir la fuerza del primer coche, del primer abrazo, del primer beso..?.
Según iba creciendo, Juanito empezaba a sentirse cada vez más solo. En su casa todo seguía siendo igual. Mejor dicho, novedosamente igual. Muebles nuevos cada mes. Ropa nueva cada semana. Cepillo de dientes nuevo cada día. Amigos... No, los amigos ya no necesitaba cambiarlos. Ni a sus padres, que por definición, ya no podían ser nuevos. Ni a él mismo. ¿Qué pasaba con él?, ¿seguía siendo el mismo?, ¿había cambiado?, ¿se hacía más viejo?... Al principio probaba a cambiar de peinado, a cambiar de gafas, a dejarse barba, a dejarse chiva, a raparse... Al final optó por quitar todos los espejos de la casa.
Todos los días, Juanito escuchaba música antes de dormir. Siempre una canción nueva. Siempre una pieza nueva. Nunca repetía, nunca escuchaba dos veces la misma música. No era su intención el aprenderse la melodía. Sólo quería que el sonido que le llegase, fuera siempre nuevo. Y así se dormía.
Cada semana, bajaba a la tienda de discos del barrio, a comprar nuevos discos. Necesitaba escuchar música para dormir. Aquel día compró un disco que acababa de llegar. Eran canciones populares antiguas, aunque para él eran nuevas. Era eso lo que importaba. Subió a su casa con cierta sensación de euforia. Se deleitó abriendo el disco, escuchando el crujido del plástico que lo envolvía. Abrió las tapas y sacó el libreto primero, que hacía de portada al disco compacto. Lo abrió y respiró el perfume a papel y pegamento, a tinta nueva. Abrió cuidadosamente cada una de las páginas, para oler el perfume a nuevo. A veces, algunas páginas venían pegadas, quizás por haberse guardado con la tinta aún sin secarse del todo. Abrirlas le proporcionaba un placer especial. Ofrecían una cierta resistencia que, una vez vencida, cedían con un crujido característico que le fascinaba. Era como si ese lugar, esas páginas, hubieran sido guardadas expresamente para él. Como abrir un sitio prohibido, o probar la virginidad de una muchacha núbil y hermosa. Era una sensación excitante, cercana al orgasmo. Sacó con cuidado el CD, lo colocó en la bandeja del aparato de música y apretó el botón que lo llevaría a su interior. Después de unos segundos que Juan aprovechó para acomodarse y cerrar los ojos, comenzó a sonar la música.
En la habitación solitaria, el sonido de una nana antigua le llegó a sus oídos. Una canción que, por primera vez, creyó reconocer. Una cadencia de notas sencillas, subía y bajaba, lo mecía en un recuerdo vago, en un lugar ahora extraño y lejano. Le llegaron aromas a leche y a madre. Le llegaron sonidos y latidos, palabras, caricias, unos ojos enormes, pechos goteando la savia dulce de la vida...
Quiso abrir los ojos y salir huyendo, pero no pudo. Comenzó a tener recuerdos. A reconocer lo que le rodeaba. Empezó a sentir que todo, por muy nuevo que fuera, ya había formado antes parte de su vida. La habitación donde todos sus juguetes de niño quedaron sepultados, se abrió repentinamente y un mar de muñecos, cochecitos, tambores, peluches,... desbordó la casa y cayeron, escaleras abajo, hasta la calle, donde pudieron recibir tras muchos años, la luz y el aire... y el abrazo espontáneo de los niños que jugaban en la acera. Juan los vio jugar, correr, reír... y supo que era su infancia la que iba calle abajo corriendo en brazos de desconocidos.
Comenzó a sentir de golpe todo el tiempo que había querido evitar y se sintió pesado. Lentamente, la nana fue bajando en intensidad, fue desdibujándose en un silencio oscuro. Quedó solo, con los últimos ecos de la música resonándole en su cabeza. Miró a su alrededor, buscó alguna presencia, alguien que le explicara qué le sucedía, pero no encontró a nadie. Buscó un lugar donde mirarse y preguntarse a sí mismo, pero no habían espejos en la casa que reflejaran su desesperación. Se asomó a la ventana y vio la luz que no era capaz de atravesar el muro de soledades en que vivía. Y supo que su juventud había quedado allí esperándole todo el tiempo.
Juan se levantó enormemente cansado. Había soñado mucho. Tenía esa sensación que a veces le quedaba, cuando tenía sueños pesados. Como cuando soñaba que le perseguían, y se levantaba sudando y dolorido, como si la huida soñada hubiese sido real. En la semipenumbra de la habitación, se sorprendió al ver la puerta de los juguetes abierta... y la habitación vacía. Decidió bajar al estanco, a comprar un cepillo de dientes nuevo. Anduvo la distancia que le separaba de la puerta a tientas. ¡Estaba todo tan oscuro! ¿Cuánto habría dormido para ser ya tan de noche?. Abrió la puerta y salió a la calle. Aún dolorido y tembloroso, comprobó que afuera era de día, que hacía sol y que era una tarde hermosa. Desconcertado anduvo calle abajo, hasta llegar al lugar donde todos los días compraba su cepillo de dientes, al estanco de Margarita, la única persona con la que mantenía un trato regular desde hacía ya muchos años. Se sorprendió al encontrarla desmejorada, algo cansada y... ¡vieja!. El la recordaba como una chica cercana a los treinta, aun joven y atractiva, algo llenita pero muy hermosa. Debían tener más o menos la misma edad. Ella lo miró con un cierto aire de condescendencia, con una sonrisa franca y tierna. Juan quiso hablar y su voz surgió débil y temblorosa. Calló. Margarita se revolvió en su estanco, y empezó a buscar algo. Al poco, apareció de nuevo con un objeto entre sus manos, que le ofreció. Juan lo cogió y lo miró. Era un espejo y en él, reflejado, un anciano que se le asemejaba al último reflejo que vio de sí mismo hace... Y supo que en cada espejo que ocultó, había quedado atrapada su vida. Miró de nuevo a Margarita y la vio sonreír.
Juanito creció en una casa nueva. Cuando nació, sus padres estrenaron casa, estrenaron coche, estrenaron barrio, muebles... Decían que Juan era para ellos como un mundo nuevo y que, por eso, todo tenía que ser nuevo. Así que Juan creció en ese mundo nuevo que sus padres soñaron para él. Nada podía estar estropeado, nada podía estar arrugado, roto o demasiado usado. Los juguetes, una vez estrenados, quedaban encerrados en un cuarto, donde se iban acumulando año tras año. Jugaba con ellos el primer día. Luego ya eran viejos para él. Cada semana estrenaba ropa. Cada día estrenaba cepillo de dientes, peine y hasta gafas, cuando comenzó a necesitarlas.
Lo mismo hizo con sus amigos. Hasta que se quedó sin ninguno. Luego empezó a sentir cómo todo lo que le rodeaba quedaba marcado en seguida por el tiempo, que las cosas se gastaban, que el uso hacía arrugas, que lo que ocurría en su entorno le aburría siempre, pues ya lo había visto, oído o tocado antes. ¿Dónde estaba esa emoción de descubrir lo nuevo, de abrir paquetes, de sentir la fuerza del primer coche, del primer abrazo, del primer beso..?.
Según iba creciendo, Juanito empezaba a sentirse cada vez más solo. En su casa todo seguía siendo igual. Mejor dicho, novedosamente igual. Muebles nuevos cada mes. Ropa nueva cada semana. Cepillo de dientes nuevo cada día. Amigos... No, los amigos ya no necesitaba cambiarlos. Ni a sus padres, que por definición, ya no podían ser nuevos. Ni a él mismo. ¿Qué pasaba con él?, ¿seguía siendo el mismo?, ¿había cambiado?, ¿se hacía más viejo?... Al principio probaba a cambiar de peinado, a cambiar de gafas, a dejarse barba, a dejarse chiva, a raparse... Al final optó por quitar todos los espejos de la casa.
Todos los días, Juanito escuchaba música antes de dormir. Siempre una canción nueva. Siempre una pieza nueva. Nunca repetía, nunca escuchaba dos veces la misma música. No era su intención el aprenderse la melodía. Sólo quería que el sonido que le llegase, fuera siempre nuevo. Y así se dormía.
Cada semana, bajaba a la tienda de discos del barrio, a comprar nuevos discos. Necesitaba escuchar música para dormir. Aquel día compró un disco que acababa de llegar. Eran canciones populares antiguas, aunque para él eran nuevas. Era eso lo que importaba. Subió a su casa con cierta sensación de euforia. Se deleitó abriendo el disco, escuchando el crujido del plástico que lo envolvía. Abrió las tapas y sacó el libreto primero, que hacía de portada al disco compacto. Lo abrió y respiró el perfume a papel y pegamento, a tinta nueva. Abrió cuidadosamente cada una de las páginas, para oler el perfume a nuevo. A veces, algunas páginas venían pegadas, quizás por haberse guardado con la tinta aún sin secarse del todo. Abrirlas le proporcionaba un placer especial. Ofrecían una cierta resistencia que, una vez vencida, cedían con un crujido característico que le fascinaba. Era como si ese lugar, esas páginas, hubieran sido guardadas expresamente para él. Como abrir un sitio prohibido, o probar la virginidad de una muchacha núbil y hermosa. Era una sensación excitante, cercana al orgasmo. Sacó con cuidado el CD, lo colocó en la bandeja del aparato de música y apretó el botón que lo llevaría a su interior. Después de unos segundos que Juan aprovechó para acomodarse y cerrar los ojos, comenzó a sonar la música.
En la habitación solitaria, el sonido de una nana antigua le llegó a sus oídos. Una canción que, por primera vez, creyó reconocer. Una cadencia de notas sencillas, subía y bajaba, lo mecía en un recuerdo vago, en un lugar ahora extraño y lejano. Le llegaron aromas a leche y a madre. Le llegaron sonidos y latidos, palabras, caricias, unos ojos enormes, pechos goteando la savia dulce de la vida...
Quiso abrir los ojos y salir huyendo, pero no pudo. Comenzó a tener recuerdos. A reconocer lo que le rodeaba. Empezó a sentir que todo, por muy nuevo que fuera, ya había formado antes parte de su vida. La habitación donde todos sus juguetes de niño quedaron sepultados, se abrió repentinamente y un mar de muñecos, cochecitos, tambores, peluches,... desbordó la casa y cayeron, escaleras abajo, hasta la calle, donde pudieron recibir tras muchos años, la luz y el aire... y el abrazo espontáneo de los niños que jugaban en la acera. Juan los vio jugar, correr, reír... y supo que era su infancia la que iba calle abajo corriendo en brazos de desconocidos.
Comenzó a sentir de golpe todo el tiempo que había querido evitar y se sintió pesado. Lentamente, la nana fue bajando en intensidad, fue desdibujándose en un silencio oscuro. Quedó solo, con los últimos ecos de la música resonándole en su cabeza. Miró a su alrededor, buscó alguna presencia, alguien que le explicara qué le sucedía, pero no encontró a nadie. Buscó un lugar donde mirarse y preguntarse a sí mismo, pero no habían espejos en la casa que reflejaran su desesperación. Se asomó a la ventana y vio la luz que no era capaz de atravesar el muro de soledades en que vivía. Y supo que su juventud había quedado allí esperándole todo el tiempo.
Juan se levantó enormemente cansado. Había soñado mucho. Tenía esa sensación que a veces le quedaba, cuando tenía sueños pesados. Como cuando soñaba que le perseguían, y se levantaba sudando y dolorido, como si la huida soñada hubiese sido real. En la semipenumbra de la habitación, se sorprendió al ver la puerta de los juguetes abierta... y la habitación vacía. Decidió bajar al estanco, a comprar un cepillo de dientes nuevo. Anduvo la distancia que le separaba de la puerta a tientas. ¡Estaba todo tan oscuro! ¿Cuánto habría dormido para ser ya tan de noche?. Abrió la puerta y salió a la calle. Aún dolorido y tembloroso, comprobó que afuera era de día, que hacía sol y que era una tarde hermosa. Desconcertado anduvo calle abajo, hasta llegar al lugar donde todos los días compraba su cepillo de dientes, al estanco de Margarita, la única persona con la que mantenía un trato regular desde hacía ya muchos años. Se sorprendió al encontrarla desmejorada, algo cansada y... ¡vieja!. El la recordaba como una chica cercana a los treinta, aun joven y atractiva, algo llenita pero muy hermosa. Debían tener más o menos la misma edad. Ella lo miró con un cierto aire de condescendencia, con una sonrisa franca y tierna. Juan quiso hablar y su voz surgió débil y temblorosa. Calló. Margarita se revolvió en su estanco, y empezó a buscar algo. Al poco, apareció de nuevo con un objeto entre sus manos, que le ofreció. Juan lo cogió y lo miró. Era un espejo y en él, reflejado, un anciano que se le asemejaba al último reflejo que vio de sí mismo hace... Y supo que en cada espejo que ocultó, había quedado atrapada su vida. Miró de nuevo a Margarita y la vio sonreír.
lunes, 5 de enero de 2009
Cuando cierro los ojos
Cuando cierro los ojos
escucho el fragor lejano de la batalla
y me llegan aromas terribles
como a savia quemada,
como árboles caídos en la tierra
y olvidados en las dunas calientes
de los desiertos,
como a carne olvidada en los pudrideros
que no reciben ya nunca
la visita de la memoria.
Me acechan los quejidos de los niños,
las bocas abiertas
y las miradas fijas
en el tránsito cercano hacia la muerte.
Los huesos adivinados
y la piel que solo guarda el esqueleto;
los ojos, grandes aún,
de niño, de la inocencia dormida
en la cuna del hambre,
sólo esperando el juego final
en el filo terrible de la madre seca.
Cuando cierro los ojos
escucho estruendos, golpes, bombas
cayendo en la conciencia del silencio.
No sé cómo decirlo
porque no sé qué palabras
serán capaces de aguantar
lo que se ha visto...
Pero es necesario decirlo,
que no hay perdón para quien ordena la muerte,
que no habrá silencio,
que no habrá disculpa
ni justificación al ataque,
ni aún por otro ataque,
ni aún por el posible ataque...
Nunca será vencida la palabra.
Nunca la voz será acallada.
y me llegan aromas terribles
como a savia quemada,
como árboles caídos en la tierra
y olvidados en las dunas calientes
de los desiertos,
como a carne olvidada en los pudrideros
que no reciben ya nunca
la visita de la memoria.
Me acechan los quejidos de los niños,
las bocas abiertas
y las miradas fijas
en el tránsito cercano hacia la muerte.
Los huesos adivinados
y la piel que solo guarda el esqueleto;
los ojos, grandes aún,
de niño, de la inocencia dormida
en la cuna del hambre,
sólo esperando el juego final
en el filo terrible de la madre seca.
Cuando cierro los ojos
escucho estruendos, golpes, bombas
cayendo en la conciencia del silencio.
No sé cómo decirlo
porque no sé qué palabras
serán capaces de aguantar
lo que se ha visto...
Pero es necesario decirlo,
que no hay perdón para quien ordena la muerte,
que no habrá silencio,
que no habrá disculpa
ni justificación al ataque,
ni aún por otro ataque,
ni aún por el posible ataque...
Nunca será vencida la palabra.
Nunca la voz será acallada.
domingo, 4 de enero de 2009
De nuevo, el dios Sol.
Hablando de lo terreno y de lo divino, esta tarde me he encontrado con esta estampa. Una cascada de luz rebosando las cumbres de mi isla. La tierra surgiendo entre una cortina de luz y de nubes. La roca, testigo fiel del fuego generador de vida y de espacios, aguantando el ímpetu arrollador del tiempo. La majestuosa aparición, en unos pocos segundos, del rayo de luz que nos ofrece la vida. El momento en que se hace visible y marca el espacio recorrido, con líneas que dulcifican los contornos del horizonte... Es entonces cuando uno entiende la fascinación que tiene, para todas las criaturas de la Tierra, el Sol. Fué dios, para todos los pueblos de la Tierra. Tal vez el que realmente ha sido el Dios único y verdadero. En el que todos, alguna vez, nos hemos recogido. ¿Te acuerdas cómo nos representaban siempre al Dios católico en los libros de Religión?... Un triángulo, un ojo que emite rayos, un ojo que todo lo ve... EL Sol.
El lugar: Valsequillo, en Gran Canaria, una tarde del 4 de Enero de 2009. De nuevo, la madre Tierra y el dios Sol juegan a escribir en el aire, a dibujar velos dorados y teñir las nubes de mil colores.
El lugar: Valsequillo, en Gran Canaria, una tarde del 4 de Enero de 2009. De nuevo, la madre Tierra y el dios Sol juegan a escribir en el aire, a dibujar velos dorados y teñir las nubes de mil colores.
El besapiés
La liturgia es un lugar común que recorre espacios donde los participantes se reconocen. Es un espacio estudiado, medido, controlado y, sobre todo, repetido. Porque a fuerza de repetirse es como se llega a consolidar, a tomar el carácter de inmutable y, por lo tanto, sagrado. En este espacio, tienen mucha importancia las imágenes, las representaciones del credo, la materialización del ideal común. Porque nosotros, como seres materiales que somos, necesitamos tocar, necesitamos ver, necesitamos escuchar para apoyar y encauzar nuestros sentimientos. Sentirnos parte de una liturgia, participar en ella, tomar un cierto protagonismo, es la manera de involucrarnos y de reconocernos como miembros del grupo. Aunque sea en secuencias bien definidas y estudiadas por la jerarquía, como meros figurantes de una obra pensada y diseñada por otros. Es curioso como la participación, en las liturgias religiosas, se reduce hasta convertirse en una mera representación.
Estas Navidades se repite una de esas liturgias, el besapiés. Los fieles hacen cola para besar el pie de una figura del niño Jesús, sostenida en brazos por el sacerdote, que limpia cuidadosamente el lugar donde cada uno implanta el ósculo, no sabemos si por evitar contagios o por eliminar de la sagrada figura, cualquier atisbo de impureza terrenal... o por ambas cosas. Sentir que el beso dado a la figurita, es un beso real al Jesús muerto ahora hace 2.000 años, al Jesús resucitado y, por ende, al mismo Dios, es el trasfondo de esta representación. Es el juego de los mayores, la manera que tenemos de mantener nuestra imaginación activa, la transfiguración que conseguimos en un momento de sentir una realidad distinta, a través de un suceso pactado, repetido, representado. Transformamos una imagen de madera, en su representación, hacemos que ese niño, sea en realidad el Dios en quien acomodamos nuestras esperanzas y nuestra religiosidad, le damos vida, le damos alma, le damos la divinidad que muchas veces nos negamos a nosotros mismos. Y al mundo que nos rodea.
Estas Navidades se repite una de esas liturgias, el besapiés. Los fieles hacen cola para besar el pie de una figura del niño Jesús, sostenida en brazos por el sacerdote, que limpia cuidadosamente el lugar donde cada uno implanta el ósculo, no sabemos si por evitar contagios o por eliminar de la sagrada figura, cualquier atisbo de impureza terrenal... o por ambas cosas. Sentir que el beso dado a la figurita, es un beso real al Jesús muerto ahora hace 2.000 años, al Jesús resucitado y, por ende, al mismo Dios, es el trasfondo de esta representación. Es el juego de los mayores, la manera que tenemos de mantener nuestra imaginación activa, la transfiguración que conseguimos en un momento de sentir una realidad distinta, a través de un suceso pactado, repetido, representado. Transformamos una imagen de madera, en su representación, hacemos que ese niño, sea en realidad el Dios en quien acomodamos nuestras esperanzas y nuestra religiosidad, le damos vida, le damos alma, le damos la divinidad que muchas veces nos negamos a nosotros mismos. Y al mundo que nos rodea.
viernes, 2 de enero de 2009
Nos han robado la noche
Era de noche.
Cuando la noche era noche,
y el sonido cambiaba de carril
y llegaba más lento, y más puro.
Cuando la luz hacía sombras de plata
y las voces
palpitaban en susurros.
Entonces aprendimos a recorrer las siluetas
y a ver los rostros perdidos
en halos de sombras,
a mirar a los ojos perdidos
y a escuchar
cada resto olvidado de las palabras perdidas.
Tú eras diferente
porque la noche te envolvía
y recorría nuevos horizontes
sentidos en la nueva perspectiva.
Tú eras la noche
y con ella jugabas a esconder
los gestos y los olvidos,
y yo a adivinar tus intenciones.
Era de noche
y no llegaba a penas un ramillete
tierno de luces a mis ojos,
que te anhelaban como niños
abriéndose tanto más
cuanto mayor era la oscuridad,
sin entender cómo estando tan cerca,
cómo sintiendo tu aliento entre mis labios,
aún no me era dado el poder verte.
Era la noche, la que me quitaba tu presencia,
la que me ofrecía tus secretos,
la que me regalaba tus contornos.
Cuando la noche era noche,
y el sonido cambiaba de carril
y llegaba más lento, y más puro.
Cuando la luz hacía sombras de plata
y las voces
palpitaban en susurros.
Entonces aprendimos a recorrer las siluetas
y a ver los rostros perdidos
en halos de sombras,
a mirar a los ojos perdidos
y a escuchar
cada resto olvidado de las palabras perdidas.
Tú eras diferente
porque la noche te envolvía
y recorría nuevos horizontes
sentidos en la nueva perspectiva.
Tú eras la noche
y con ella jugabas a esconder
los gestos y los olvidos,
y yo a adivinar tus intenciones.
Era de noche
y no llegaba a penas un ramillete
tierno de luces a mis ojos,
que te anhelaban como niños
abriéndose tanto más
cuanto mayor era la oscuridad,
sin entender cómo estando tan cerca,
cómo sintiendo tu aliento entre mis labios,
aún no me era dado el poder verte.
Era la noche, la que me quitaba tu presencia,
la que me ofrecía tus secretos,
la que me regalaba tus contornos.
jueves, 1 de enero de 2009
Creía que estaba solo
Creía que estaba solo
y solo recordé aquella vez
que le hablé al tiempo,
tenía algunos años menos
y un puñado más de incertidumbres.
Hablé una noche a la oscuridad,
le dije lo que pensaba, mis secretos.
Le conté que quería ser
como un gorrión... veloz, seguro de sí,
pequeño, de corazón fuerte.
Fué una noche de tantas
y le hablé de tantas cosas.
¡Al futuro - le dije -
al futuro llegará, y me escucharé
decir lo que ahora le cuento!.
Creía que estaba solo, hasta que oí un murmullo.
Me llegaba de lejos, como de otro tiempo,
con una voz como la mía...¡más joven!.
Pienso que la voz no se extingue,
las palabras quedan y solo
hay que volver al mismo sitio,
aunque sea en otro tiempo...
allí está el mensaje, el de siempre,
esperando volver a verte.
y solo recordé aquella vez
que le hablé al tiempo,
tenía algunos años menos
y un puñado más de incertidumbres.
Hablé una noche a la oscuridad,
le dije lo que pensaba, mis secretos.
Le conté que quería ser
como un gorrión... veloz, seguro de sí,
pequeño, de corazón fuerte.
Fué una noche de tantas
y le hablé de tantas cosas.
¡Al futuro - le dije -
al futuro llegará, y me escucharé
decir lo que ahora le cuento!.
Creía que estaba solo, hasta que oí un murmullo.
Me llegaba de lejos, como de otro tiempo,
con una voz como la mía...¡más joven!.
Pienso que la voz no se extingue,
las palabras quedan y solo
hay que volver al mismo sitio,
aunque sea en otro tiempo...
allí está el mensaje, el de siempre,
esperando volver a verte.
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